Mientras pedía la liberación de su hijo entre lágrimas, Angie Bonilla exhibía en redes una vida de lujo, viajes y joyas. Hoy se investiga si era testaferra del narco Diego Rastrojo.
Angie Bonilla se convirtió en rostro del dolor nacional durante los 19 días de cautiverio del niño Lyan Hortúa. Apareció en medios llorando, clamando por la vida de su hijo. «Esto es una muerte en vida», dijo con voz quebrada frente a las cámaras. El país la escuchó, se solidarizó y celebró con ella cuando el niño fue liberado. Pero detrás del drama, había otra historia: una que ella misma borró de Instagram en cuanto salió a la luz.
La mujer, conocida en redes como Barbie Vanessa, mantenía una vida pública marcada por el lujo: un convertible rosado, ropa de diseñador, joyas ostentosas, y viajes a Europa, Aruba, París y la Costa Azul. Sus seguidores en Instagram superaban los 132 mil. Su contenido estaba cuidadosamente curado para proyectar glamour: cruceros por el Sena, retratos con flamingos en bikini, un anillo de diamantes gigante en Venecia y etiquetas de marcas como Louis Vuitton en cada historia destacada. Incluso su clóset, que mostraba en TikTok, parecía una boutique.
Detrás de esa imagen se oculta una historia vinculada al narcotráfico. Según reveló SEMANA, Bonilla habría sido testaferra del capo Diego Pérez Henao, alias Diego Rastrojo, líder de Los Rastrojos. Además, fue pareja sentimental de José Leonardo Hortúa, alias Mascota, uno de los herederos del cartel, conocido como «el Mochacabezas» por su historial criminal. Tras la muerte de Hortúa en 2013, y la extradición de Rastrojo, ella habría quedado con el manejo de bienes que ahora estarían en disputa. La suma que exige el narco asciende a $37.000 millones de pesos.
La deuda habría sido el detonante del secuestro de su hijo. Las disidencias de las FARC, bajo orden de Rastrojo, tenían como objetivo raptarla a ella o a su actual pareja, Jorsuar Suárez, dueño de una joyería en Cali. Pero al no encontrarlos, se llevaron a Lyan. Tras pagar un rescate de $4.000 millones de pesos, el niño fue liberado. Bonilla, mientras tanto, eliminó todo su contenido digital. La versión de víctima absoluta comenzó a desmoronarse.
“Me llaman Barbie Vanessa, pero no porque me crea muñeca… simplemente amo el rosa. Desde niña me decían así. No tiene que ver con el físico”, decía Bonilla en uno de sus videos, antes de eliminar su cuenta.
La figura materna y la influencer coexisten en un cuerpo que simboliza las contradicciones de una Colombia en la que el dolor, el lujo y el crimen muchas veces se confunden. La historia de Lyan ha mostrado no solo el drama de los grupos armados, sino también cómo operan, se camuflan y se enriquecen quienes orbitan su entorno.
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